---Stillstehem! (¡Firmes!)
La voz del antiguo cabo Adolf Hitler restalla como un latigazo. Cuarenta y seis taconazos suenan al unísono. Ni siquiera llegan a cincuenta los valientes (veteranos del frente, estudiantes, empleados y parados) dispuestos a proteger la reunión de propaganda del Partido Obrero Nacional Socialista Alemán.
Este 4 de noviembre de 1921, los responsables del movimiento han alquilado la sala de fiestas de la Hofbräuhaus en Múnich.
Para ellos, ésta es en cierta manera una sala sagrada, bajo estas bóvedas falsamente góticas, entre el estrépito de las jarras de cerveza al chocar con las mesas de blanca madera, el 24 de febrero de 1920 se celebró la reunión fundacional del Partido. Adolf Hitler habló allí durante cuatro horas para exponer los 25 puntos de su programa. Y, sobre todo, para anunciar que él no dirige un Partido como los demás. Un fulgor extraño arde en los ojos azul oscuro de este joven de treinta años. Ha venido a traer el fuego, y posteriormente escribirá:
“En su llama ardiente se forjará un día la espada que devolverá al Sigfrido germánico la libertad y, a la nación alemana, la vida”
Más de dos mil espectadores, entre los cuales predominaban los adversarios y los escépticos, fueron entonces conquistados por este orador que luego aparecerá como un profeta, cuanto como un político.
Tras ello ha llenado salas enteras, teniendo dos o tres reuniones por semana y echando el resto al alquilar el enorme Circo Krone, donde los asistentes tuvieron que apiñarse hasta la pista.
Extraña embriaguez para este soldado vencido al ver que seis mil quinientas personas se ponían de pie al final de su discurso y cantaban al unísono el Deutschland uber alles, canto con el cual, con los jóvenes voluntarios del Regimient List, había saludado su bautismo de fuego en Flandes, al alba de una noche fría y húmeda del otoño de 1914.
Esta noche se halla de nuevo en la Hofbräuhaus, pero en esta velada hay que evitar que Hitler hable. Al menos eso lo han decidido los “rojos”, comunistas y socialistas marxistas. La sala está ya abarrotada desde las ocho de la tarde. La llenan sobre todo adversarios, y muchos partidarios suyos han encontrado las puertas cerradas por la policía. Ellos esperan fuera, en la fría noche de noviembre, en la Platzl.
Han podido entrar, con los organizadores de la reunión, los cuarenta y seis muchachos del servicio de orden que acaban de ponerse firmes en el vestíbulo. Se precisa una actitud de soldado para oír lo que Adolf Hitler quiere decirles:
--- Camaradas míos, esta noche será cuando probaréis vuestra fidelidad al Movimiento…
Le miran todos. No son más que un puñado. Presienten ya lo que el Führer dirá un día ante centenares de miles de camisas pardas en el estadio de Nuremberg: “El milagro es que yo os haya encontrado a ustedes y que vosotros me hayáis encontrado a mi”. Esta noche, habla ante el más pequeño auditorio de su carrera de agitador:
--- Pase lo que pase, ninguno de vosotros tiene que abandonar su puesto. Yo seguiré en la sala hasta el fin. No puedo creer que uno solo de vosotros pueda abandonarme.
Las mandíbulas se crispan, los puños se aprietan y las miradas se clavan en los ojos de este hombre que han elegido como jefe, un juramento mudo que ninguno ha de traicionar.
--- Al que vea que se porta como un cobarde, yo mismo le arrancare el brazalete y le quitaré la insignia.
La palabra ha sido dicha: el honor. Por un pedazo de tela roja o uno de metal ornado con la cruz gamada están dispuestos a hacerse matar… Pues Adolf Hitler concluye diciendo:
--- Intervenid a la primera tentativa de sabotaje. Y acordaos de cuál es la mejor forma de defensa: el ataque.
Él repite una vez más con voz silbante la palabra Angriff! (al ataque), luego, bruscamente, tiende el brazo derecho en el gesto de saludo que él mismo ha elegido para su movimiento:
--- Sieg! (¡Victoria!)
Tres veces responden ellos Heil!, con una voz más áspera y ronca que de ordinario.
Y entran en la sala de la Hofbräuhaus, donde el humo de los cigarrillos forma una especie de bruma. Adolf Hitler piensa, un instante, en aquel gas mortal que le quemara los ojos en tiempos de la I Guerra Mundial. Hay un olor pesado a sudor, cerveza y tabaco. Y luego, inmediatamente, los gritos:
--- Puerco… Vamos a acabar contigo… Esta noche te haremos cerrar el pico… ¡Asesino Fascista!
Los rojos están convencidos de ser los más fuertes. Se remueven en sus bancos, blandiendo sus jarras de arcilla timbradas con la corona de la Hofbräu. Esta Stein (piedra), como la llaman en Múnich, puede convertirse en un arma muy temible.
Adolf Hitler sube a la mesa que sirve de estrado. Lleva su vieja guerrera ceñida a la cintura y toma aliento antes de lanzar la frase habitual del comienzo de sus discursos:
--- Hombres del pueblo Alemán…
Allí están ellos, los hombres del pueblo, sentados o de pie, apretados, fuertes. Vienen de la fábrica de Maffei, de la planta de contadores Isaria o de la Kustermann. Terminada su jornada de trabajo, han venido a la Hofbräuhaus para limpiar la ciudad de Múnich de la “chusma nacionalista”. Extendiendo sus brazos Hitler puede tocarlos. Algunos hasta se han sentado en la mesa que le sirve de estrado. Piden incesantemente cerveza y alinean las jarras vacías debajo de la mesa. Las baterías están preparadas. Pero esperan la señal.
La magia del verbo. Durante hora y media dejan hablar a Hitler, a veces, hay alguna interrupción. Pero este hombre, con voz quebrada, en la que se percibe el acento austriaco, arde con tal fuego que muchos hubieran querido oírle hasta el fin.
El jefe del Partido Nacional Socialista cree que, una vez más, ha ganado la partida. Él siente que el auditorio vacila ante sus llamamientos. Va a salirse con la suya… Pero, con el rabillo del ojo, vigila a los agitadores que van y vienen por la sala dando consignas de mesa en mesa.
Algo va a pasar. Los jefes rojos no pueden tolerar que resuene esta voz que habla de la patria alemana como puede hacerlo un obrero y un soldado. Es necesario quebrantarle. Inmediatamente, antes que sea demasiado tarde. Antes de que las masas se entreguen a este desconocido salido de la multitud.
Adolf Hitler da contestación a una interrupción e inmediatamente comienzan los gritos, un hombre se sube a una silla y lanza un breve grito:
--- Freiheit! (¡Libertad!)
Ésta es la señal. La gente se abalanza hacia el estrado. Las jarras vuelan. Las sillas son quebrantadas para hacer con ellas palos. Salen a relucir los cuchillos.
Suenan fuertes gritos:
--- ¡Muerte! ¡Muerte!
Entonces, el servicio de seguridad da la orden de carga:
--- Vorwärts! (¡Adelante!)
Adolfo Hitler, que sigue en su sitio, domina el tumulto. No puede menos que sonreír. De haber sido una reunión del Partido Burgués, esta finalizaría inmediatamente, y él se encontraría en la calle con el rostro ensangrentado. Pero este no es un partido burgues ¡Esto es el Partido Nacional Socialista! Responde a los golpes con golpes.
Sus hombres se forman en grupos de ocho o diez, y se lanzan en un solo impulso sobre la masa compacta de sus adversarios dando puñetazos, cintazos y silletazos. Corre la sangre. Redoblan los gritos. A la cabeza de la cuadrilla va el secretario particular de Adolf Hitler, el fiel Rudolf Hess, antiguo piloto de guerra. Se distingue su cabeza, de oscuros cabellos rizados y grandes cejas muy pobladas que a veces lanza sobre un rojo, como para destrozarlo con su cráneo.
Hasta los heridos vuelven al asalto. Veinte minutos de lucha. Los perturbadores son rechazados lentamente hacia la salida entre sangrientos vaivenes. ¡Setecientos u ochocientos hombres van a ser expulsados de la sala por un equipo que no llega ni siquiera a cincuenta buenos mozos! Pero esta noche, en la Hofbräuhaus, cada uno de ellos cree ser un Sigfrido…
Adolf Hitler anota en el Mein Kampf (mi lucha): “Como leones, en grupos de ocho o diez caían sobre sus adversarios y poco a poco éstos fueron arrollados y echados del recinto. No habían transcurrido cinco minutos cuando vi que casi todos los míos sangraban y estaban heridos. ¡A cuántos de ellos no me fue dado conocerlos entonces! A la cabeza, mi bravo Maurice, además de mi actual secretario privado Rudolf Hess y muchos otros que, aun gravemente heridos, atacaban siempre de nuevo, mientras podían mantenerse en pie”. Volumen II, Capítulo VII: “La lucha contra el frente rojo”.
Dominado el tumulto, suenan dos pistoletazos. ¿Será una nueva señal? Les sigue un breve tiroteo. Un hombre grita:
--- Esto ya no es trifulca… ¡Esto es la guerra!
Parece que una granada ha estallado en la sala. Todo ha quedado devastado; pero ya no queda ni un solo perturbador. A los heridos graves se los llevan en coche. Los menos perjudicados son vendados y retornan a sus puestos. El público se aprieta en rededor de la tribuna. Hermann Esser, que preside la reunión, declara con voz imperturbable:
--- La velada continúa. El conferenciante tiene la palabra.
Y Adolf Hitler prosigue su discurso. Terminado el discurso y dándose por clausurada la reunión. Un policía entra de prisa y muy excitado. Moviendo nerviosamente los brazos y gritando:
--- ¡La asamblea queda disuelta!
Sin querer Adolf Hitler no puede menos que reírse ante semejante alarde auténticamente policiaco. Entre policías esa manía por darse importancia es típica. En tanto más inferiores son, mayor autoridad quieren aparentar.
A partir de esta velada del 4 de noviembre de 1921, el servicio de orden del Partido Nacional Socialista pasa a denominarse Sturmabteilung (sección de asalto) o SA.